CAPÍTULO 1
Diana miró con aire indeciso las teclas del teléfono una vez más, sosteniendo el auricular con pulso inestable mientras lo mantenía en algún punto cercano a su oreja. La emoción y la angustia de estar a punto de aventurarse en la búsqueda que resolvería todas las dudas que la carcomían por dentro, un desafío de obstáculos cuyas magnitudes realmente no conocía, le impedían pensar con claridad y decidirse entre seguir adelante o echarse atrás. «¿Marcar o no marcar?», pensó con el corazón desbocado.
—Diana, suelta el teléfono –dijo Adrián por tercera vez en un minuto –. No sabemos en qué lío nos estamos metiendo. Es una locura.
“Nos estamos metiendo”, había dicho el chico, y no “te estás metiendo”; por lo menos le quedaba la certeza de que su mejor amigo no iba a abandonarla en aquella aventura y que le prestaría su ayuda de forma infalible, fuese quien fuese la persona que contestase el teléfono al otro lado de la línea. El bueno de Adrián. Ahora, Diana comenzaba a sentirse mal por arrastrarlo en aquel despropósito que parecía más un juego malintencionado que una búsqueda de la verdad, de una verdad que había estado persiguiendo durante años.
Aún le parecía mentira cómo había comenzado todo. ¿Quién le iba a decir a ella que aquel trabajillo de niñera ocasional iba a desembocar en aquella locura? Había redactado, impreso y repartido ella misma los carteles ofreciendo sus servicios como canguro de fines de semana, con la esperanza de ahorrar algún dinero para el futuro, ahora que aún estaba en el instituto. Temió que la gente no confiase la seguridad de sus hijos a una desconocida de 16 años, pero el “boca a boca” y los amigos de amigos hicieron una efectiva publicidad que pronto le consiguió varias llamadas de clientes, suficientes dadas las circunstancias. Así que había comenzado a sacrificar algunos de sus sábados de tiempo libre para ir a casa de padres con compromisos ineludibles de fin de semana, o simples parejas que querían ir al cine sin tener que cargar con un crío. No negaba que algunos de los niños a los que les tocaba cuidar le hacían desear no haber escogido aquel trabajo, pero el dinero que cobraba más tarde hacía que mereciese la pena el calvario.
Ya era la segunda vez que había acudido a cuidar de la hija de Lorena Beltrán. Se trataba de una amiga cercana de su madre. Lorena era madre soltera y mujer de negocios (aunque aún desconocía su profesión). Esto la obligaba a viajar a menudo y a tener que dejar por ello sola en casa a su pequeña niñita, Blanca. Lo peor de trabajar para ella era que tenía que quedarse a dormir en su gran caserón la noche del sábado, y Diana odiaba dormir en un lugar tan enorme y vacío; lo mejor era la abundante recompensa que recibía al día siguiente de manos de Lorena. Aparte de que le encantaba pasar el día con Blanca; tenía cinco años y era un revoltijo de nervios, pero también era una niña muy dulce e imaginativa que no paraba de proponer juegos. Y lo mejor era que no pataleaba, gritaba o lloraba cuando le proponías darle de comer o irse a dormir.
En aquella segunda incursión a la casa Beltrán, Blanca le había propuesto jugar al escondite. Encontrar a la pequeñuela en aquel laberinto de habitaciones, cada una de ellas tan grande que hubiese cabido dentro el piso en el que Diana vivía, había sido bastante complicado. El par de veces que le tocó a ella contar y buscar a la niña, que se empeñaba en buscar los escondites más rebuscados, había tardado como veinte minutos en encontrarla.
La tercera vez que le tocó “quedarla”, la chica buscó a Blanca en un cuarto trastero del piso superior, mirando en cada rincón. Ya estaba a punto de salir de la habitación, dándose por vencida, cuando le pareció escuchar una respiración. Volviendo sobre sus pasos, apartó un montón de cajas apiladas cerca del fondo del cuarto y de aquel hueco surgió la pequeña Blanca, agitando las coletas de pelo negro con una risilla desdentada.
—¡Mira dónde estabas, pillina! –exclamó Diana, haciéndole cosquillas a la niña mientras se retorcía entre carcajadas, con los mofletes al rojo vivo.
—¡Vamos a jugar a otra cosa! –propuso la pequeña instantáneamente.
—¿Ya te has cansado del escondite? –en realidad, se alegraba de poder dejar de patearse la casa de arriba abajo –Bueno, ¿y a qué quieres jugar ahora?
—Saca mis juguetes de ahí –indicó Blanca, señalando un armario apalancado en un rincón polvoriento.
—¿Tus juguetes están ahí? Si he visto que tienes el dormitorio lleno de juguetes.
—Sí, ésos son los nuevos. Como siempre tengo muchos nuevos, mami me guarda los juguetes con los que ya no juego en el trastero –explicó ella, muy seria –. Se cree que no lo sé, pero la he visto. Y quiero jugar con ellos otra vez. ¿Me los das tú? Están arriba.
—Bueno… no veo por qué no –murmuró Diana. Le daba un poco de apuro que Lorena le recriminara eso cuando volviera, pero si ponía de nuevo todos los juguetes en el armario cuando Blanca acabara de jugar no se daría cuenta.
Así que abrió el armario y empezó a sacar cajas. Allí no sólo había juguetes viejos; antes de dar con la primera caja llena debarbies despeinadas, sacó una con ropa antigua e incluso otra con bisutería que parecía oxidada. Ya había terminado de inspeccionar todas las cajas, y Blanca se encontraba jugando felizmente en el suelo con sus muñecas viejas, cuando sucedió algo inesperado.
—Esto no es mío –anunció la niña, sujetando algo metálico en su manita –. Qué feo. ¿Es de mami?
—¿A ver? –cogió aquel objeto para inspeccionarlo, extrañada de que lo hubiera encontrado entre los juguetes viejos.
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