Por Cucaracha en su guarida
CAPÍTULO 2
Se trataba de un reloj de bolsillo. La esfera era brillante, tal vez de plata auténtica, y bastante grande. Además, las comisuras del intrincado dibujo que presentaba en su tapa y la cadena roñosa que colgaba de él lo había parecer bastante viejo. Sin pensarlo, presionó el botón que servía para ajustar las manecillas y el reloj se abrió con un leve gemido.
Diana tuvo que coger al vuelo el papel doblado que cayó de su interior, antes de que Blanca se distrajese de sus juegos y se diese cuenta de que allí pasaba algo raro. ¿Una nota dentro de un reloj? ¿Estaba invadiendo la intimidad de alguien más de lo que debía? Bueno, llegados hasta allí sería una tontería no echarle un vistazo. Tal vez no fuese importante.
Pero sí lo era; lo era para ella. En cuanto desplegó la cuartilla amarillenta y rígida, a punto estuvo de dejar caer el reloj al suelo, con las manos inertes por la conmoción. La nota, escueta y de trazos elegantes, decía así:
«Supongo que sería absurdo andarse con presentaciones insustanciales y falsos formalismos; tú y yo sabemos que ambos estamos involucrados en el mismo acontecimiento. De otra forma, ésta comunicación no se estaría estableciendo. Tú no sabrías nada de mi existencia.
Si lees esto, habrás encontrado el camino hacia la clave. Esa clave soy yo. Sigue la cadena de Temporibus, pues es lo que debe ser perpetrado.
Mis mejores deseos.
Damocles.»
Diana leyó la carta dos veces más, y tres, y cuatro… Temió desmayarse en aquel mismo momento. Pues no era el mensaje en sí lo que la había turbado de aquella forma.
Era el lenguaje. La nota estaba escrita en el lenguaje criptitario, un lenguaje ficticio basado en símbolos que sólo conocían Diana y su padre. El mismo que había desaparecido sin dejar rastro siete años atrás.
Las circunstancias de su desaparición habían quedado en el aire, una incógnita eterna; era como si el hombre hubiese dejado de existir, como si nunca hubiese existido. No había testigos ni pruebas, y la última persona que lo había visto había sido una Diana de nueve años, que le dio un beso de despedida cuando la dejó en la puerta del colegio y se alejó rumbo al trabajo con su coche. Después de aquello, ni Fabián Andrade ni el vehículo fueron encontrados nunca más. La tragedia había dejado una vereda de dolor en estado puro en las vidas de Diana y su madre que, aunque erosionada, seguía sin desaparecer.
Y ahora, diez años después, aparecía una nota escrita en su lenguaje privado y secreto, aquel que Fabián le había enseñado como un juego entre los dos, y que nunca había vuelto a olvidar. Una vez aprendido, era sencillo recordarlo; cada letra correspondía a un símbolo distinto, incluidos los números, signos y acentos. ¿Pero cómo se explicaba aquello? Los trazos plasmados en aquel papel eran radicalmente diferentes a los de su padre, toscos y descuidados. Esa carta no la había escrito Fabián. Ese tal Damocles conocía su lenguaje, y no sabía qué podía significar eso.
Abandonó la casa al día siguiente, tras el regreso de Lorena y habiendo cobrado su paga, con la nota y el reloj de bolsillo bien ocultos en su bolso. Debía averiguar qué significaba. No sabía qué era la cadena de Temporibus ni a qué se refería eso de “la clave”. Pero sí sabía que Damocles tenía que saber a la fuerza algo sobre el paradero de su padre, y que la única clave que importaba para ella era encontrarlo. Fuese cual fuese el significado de la nota, ella estaba implicada sí o sí.
De vuelta a su casa, se pasó horas y horas mirando la carta con lupa. Al examinarla un par de veces más, se dio cuenta de que había un pliegue en el papel, muy pequeño, que se le había pasado por alto y no había desdoblado. Al hacerlo halló nueve números escritos también en criptitario, y en seguida pensó que podría tratarse de un número de teléfono. Podría ser el número del misterioso Damocles.
Diana pasó un par de días absorta en sus pensamientos, intentando pensar en qué lío podría estar metido su padre, si es que seguía vivo, y en qué problemas podría meterse ella misma si marcaba aquel teléfono. Tanto se consumió en sus teorías que Adrián, que había fingido no darse cuenta del estado de su amiga, le pidió que esperase después de clase para hablar seriamente de lo que le ocurría.
Y Diana se lo contó todo. ¿Cómo iba a ocultarle algo a Adrián, que siempre compartía con ella todas sus preocupaciones y buenos momentos? Habían estado juntos desde que eran unos mocosos de parvulario y, lo más importante, él había estado a su lado en la época más dura de su vida, cuando Fabián desapareció. No podía mentirle en algo tan importante como aquello.
Discutieron largo y tendido sobre lo que debía y no debía hacer. Adrián se empeñaba en señalar lo peligroso que podría llegar a ser, y ella cada vez estaba más dispuesta a llamar al número de la carta.
—Piénsalo; aseguras que esa no es la letra de tu padre, por lo que el tal Damocles sabe vuestro lenguaje secreto. ¿Y si el lenguaje no es tan secreto? ¿Y si es de alguna secta, o alguna mafia, y tu padre se metió en un lío con ellos y acabaron secuestrándolo? –alegaba el chaval, revolviéndose el pelo como había siempre que se ponía nervioso – ¡Podría pasarte lo mismo a ti!
—Pero ¿qué sentido tiene entonces una nota como ésta? ¿Y si lo que pretende Damocles es ayudarme a encontrar a mi padre? ¿Y si confiaba en que yo encontrara la carta y me pusiese en contacto con él? –contraponía Diana. Habían prolongado la discusión tanto que habían decidido seguirla en casa de la chica, y en ese momento se encontraban viajando en la parte trasera de un autobús público.
—¿Cómo puedes ser tan inocente, con la de gente rara que hay por ahí? Si hubiera querido ayudarte, ¿cómo es que deja el mensaje dentro de un reloj, en la caja de juguetes viejos de una niña?
—No sabemos cómo ha llegado el reloj hasta ahí, Adrián. Podría haber llegado de muchas formas. Ahora mismo no sabemos nada de nada, excepto el número y el nombre de Damocles.
—Eso, y el tema de la “cadena de Temporibus”. Mírame a los ojos y dime que ese nombre no suena a secta.
Cuando llegaron a casa de Diana, aún seguían discutiendo. Como la madre de la chica había salido, no tuvieron miedo de seguir discutiendo del tema en voz alta, sentados frente al teléfono. Ella, en un súbito momento de atrevimiento, agarró el auricular y lo sostuvo en el aire, vacilante.
—No, Diana. ¿Qué haces? Suelta eso –pidió Adrián con voz grave y calmada, como quien intenta tranquilizar a un demente.
Ella no lo escuchó. Tenía su futuro entre las manos y no sabía qué hacer con él.
—Diana, suelta el teléfono. No sabemos en qué lío nos estamos metiendo. Es una locura –rogó el chico por tercera vez en un minuto. Pero Diana había tomado una decisión; acababa de hacerlo. Con dedos veloces a pesar del temblor, marcó a toda velocidad los nueve números que ya sabía de memoria. ¿Cómo no iba a sabérselos, después de haberlos mirado tantas y tantas veces?
Esperó dos tonos conteniendo la respiración, mirando a los exageradamente abiertos ojos de Adrián mientras esperaba. Tres tonos. El tiempo parecía correr a cámara lenta. Cuatro tonos.
Entonces, un crujido indicó que alguien había descolgado el teléfono al otro lado de la línea. Una voz se escuchó por el auricular:
—¿Sí?
Me parecio la mar de interesante tu capitulo,te sigo y espero que tu la sigas,un besito .
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